Conocí a Francisco Ortega Polanco en el taller literario Pedro Henríquez Ureña, en el que compartía con un grupo de jóvenes que iniciaban su carrera creativa. ¿Qué se hacía allí? Hablábamos del uso adecuado que debe preservar toda palabra escrita e interactuábamos sobre la magia de la literatura y, del fervor que despierta leer y construir poemas, cuentos, novelas, ensayos. Como muchos jóvenes pernotando en múltiples disciplinas académicas en ese centro de estudios, Ortega cursaba la licenciatura en derecho para, posteriormente, integrar a su hoja curricular varias especialidades vinculadas a esa carrera.
El Dr. Francisco Ortega Polanco, magistrado juez de la Suprema Corte de Justicia, poeta y narrador.
En ese entonces, el hoy juez, físicamente, era solo un muchacho delgaducho, hasta cierto punto soñador, con ojos profundos y una mirada diáfana que, de acuerdo a nuestro parecer, querían absorber las principales teorías que conformaron el mundo desde sus mismos inicios, más allá de aquellos espacios que, por no decir simples de la tierra misma en que se nace, nos obligan, a través de la mecánica invencible que dota a todo ser de reivindicarse, a replantear sus verdaderos objetivos de vida en esta dimensión terrenal, si hablamos de orígenes o de procedencias.
Francisco Ortega Polanco, procedente de Salcedo, persona muy humilde que hasta el momento mantiene firme ese don de lealtad y solidaridad para con los amigos, fue uno de esos curiosos en hurgar la complejidad del ser lejos de la inmediatez. Siempre se definió como una persona persistente, inteligente, estudioso, muy dispuesto y centrado en concretar metas que él mismo se trazaba.
Retomando el pasado, también se abría caminos en el periodismo, en el que dejó concretas huellas: su libro de entrevistas titulado Testigos de excepción. fue de los que estuvo hasta el último día en el taller. Y mantuvimos una amistad cercana cuando él dirigía La esquina joven, aquel espacio del periódico Hoy, y nosotros, Isla Abierta. De pronto, se perdió. Tomó el rumbo dentro de su carrera de abogado. Distante lo veía trafalgar en el mundo de la justicia, del derecho. En más de una ocasión enfrascado en casos complejos que tuvo la responsabilidad de conocer, con expedientes voluminosos y revestidos del interés público. He aquí, el poeta, el cuentista me decía, desde luego, nunca dejó de bregar con la palabra, pues publicó bastantes trabajos sobre leyes, sobre derecho, a lo que correspondía esa etapa que arropaba su vida entera, el ejercicio de su profesión que lo llevó a desempeñar funciones estelares y bien públicas.
Pasan los años como pasa todo y de pronto veo un cuento suyo en el suplemento Areíto del periódico Hoy, se titula: La máquina del tiempo Luego, encuentro otro: Mulo Fiera, una magnífica pieza, un ejemplar del género y me digo: volvió a su primigenia vocación. A partir de ahí tenemos conexiones frecuentes y compruebo que su ida, juicios, van y vienen de la literatura, desde mi ángulo, su quehacer creativo está intacto, más afinado y afianzado. Lecturas sumadas, reflexiones, experiencias, conducen a una manera íntegra que se manifiesta ya. Y publica su primer libro de cuentos con el título El olor de la tierra, quince narraciones, entre ellos, el ya citado arriba, Mulo fiera, donde los elementos constitutivos del cuento se conjuntan, se reunifican. Es decir, lenguaje, desarrollos, personajes, conflictos y un desenlace, un final, de insólita textura, una pieza verdadera. Ante ese cuento hay que inclinarse y reconocer que Francisco Ortega Polanco volvió por su fuero a la literatura.
Aquí, ahora, continúa con este otro momento de su vida con este poemario:Ánforas, un libro en el que privilegia el soneto con una libertad muy aventurada, más siempre prevaleciendo los catorce versos distribuidos en los dos iniciales cuartetos y los dos tercetos finales. Hablamos de: “Oficio” un soneto que está construido con los normales catorce versos, versos libres, sometido solamente a un temblor conflictivo, a una situación que redondea a una imagen dramática, que es, hasta cierto punto, una especie de examen de conciencia que se hace el poeta Francisco Ortega. Veamos:
Oficio
Afán que juzgar pretende la duda.
¡Torpe garra que sostiene una espada!
Mano amarrada que ata y desamarra.
¡Pobre juzgador que a sí mismo se juzga!
Cruz, cirineo, Gólgota, balanza.
Condenado de antemano a su condena.
Gladiador, César, coliseo, esperanza.
Verdugo que lastima en su propia lástima.
Principal de una fila umbría y cabizbaja.
Repartiendo las barajas del destino
Y resintiendo el designio que las marca.
¡Oh, labrador, que con la sangre trabaja!
Destruidor de coranas y mortajas.
¿Quién consolará tu alma?
Deténganse en este poema y verán como ese ejercicio y ese momento de su vida, lo atraviesa con esta palabra justa, lo que pone en evidencia esa etapa que le tocó enfrentar y que, en cierto modo, como vemos ahora, salió indemne.
Este poema, por su estructura, se acerca al soneto. pero realmente la estructura versal se impone. Y este libro, Ánforas, pone en evidencia que Francisco Ortega persistió de esa vocación primaria y que regresa de una manera u otra, porque tiene la conciencia muy clara, muy precisa de lo que es la poesía, el poema, la literatura y cómo enfrentarse con la palabra, que es el instrumento y la sustancia de toda creación poética. Este poema y este libro ratifican a un hombre que tiene a la literatura como razón de vida que no cede de trabajar con ellas en sus diferentes etapas y modalidades.
Cuando se tiene mucho tiempo sin ejercer la escritura, lejos del bregar con la palabra, distanciado de esa práctica necesaria, lo recomendable es acudir a un ejercicio amplio del quehacer del soneto porque esa estructura primigenia sirve de lección, de adiestramiento procurando flexibilidades al momento de tensar el verso, pues a los versos hay que ponerles la poesía, el elemento sustancial que hace el milagro de la nueva realidad; porque la poesía es asombro, sorpresa, belleza. Y el poema es cuando posee esas substancias y solo así, queda en memoria.
Celebremos, pues, la persistencia, la conciencia, la claridad de un ser humano que ha sembrado en la vida y que, sin duda alguna, la palabra, la luminosa palabra, la palabra donde radica el misterio de la vida misma y relaciones humanas que prevalecen muy adentro, en su conciencia, en su alma, en él entero, adquiere su significado y su razón. Es decir, que los que queremos y los que amamos la literatura, debemos llegar a la conclusión de que es un rescate, una sumatoria, una ganancia que Francisco Ortega Polanco, con esa claridad, con esa serenidad y esa concepción y esos juicios claros precisos que tiene del acto poético regrese a este ámbito de la creación humana.
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