Mano dura contra la delincuencia, para que el país tan atosigado pueda respirar, sobre todo en estos días de fiestas navideñas, de regocijo familiar. Una limpieza para salir de la escoria que contamina la sociedad ¿Cierto?
Ya que los delincuentes parecen gozar de la impunidad que les brinda la justicia, que la Policía con gatillo ligero y actitud feroz, barra tanta basura que impide a la gente seria el sosiego merecido. Que caigan, claro, los de barrios carenciados, como siempre. Los otros nunca.
Así vamos, entre argumentos manidos, en tránsito a una esperanza de que las cosas cambien de un modo errático, de tumbo en tumbo, como ebrios de la desesperación asidos a una peligrosa baranda que si no soltamos, nos llevará al fondo.
De nuevo entusiastas aplaudimos los intercambios de disparos, tan dudosos como las afirmaciones de que regresarán la tranquilidad y algunos esgrimen que podría caer gente inocente, como si «el cuerpo del orden” tuviera potestad para matar culpables.
Ahora las muertes son grupales, como para acabar más rápido con una situación que hace rato escapó de las manos de las autoridades y como para dar respuesta a una población tan apabullada por el temor, que asume que esa es la salida a tanta perturbación.
Pero ocurre que no, que no es más que un mecanismo para llevar luto y alteración y que si el sistema judicial tiene falencias, la Policía, que asume rol de justiciera, no aguanta un análisis.
Sucede que por cada caído en esos cuestionables enfrentamientos, culpable o no, poco importa, la desigualdad pare tantos y tantos más y esa inequidad engorda el monstruo de la violencia, de la criminalidad, hasta volverlo inmanejable.
¡Cuidado! nos devorará a todos si los que están a cargo de gobernarnos no logran las transformaciones reales para combatir este trance. Sí, ellos saben qué hace falta.
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